Buscaba a su maestro. Leyó cuantos libros cayeron en sus manos. Tenía una memoria prodigiosa, recordaba cuanto leía, un prodigio de la naturaleza.
Viajó por el mundo: India, China, Tíbet, Egipto, Perú, Grecia… y allá donde alguna cultura milenaria había dejado su legado.
Tenía una peculiaridad: siempre preguntaba por los “maestros”. Y cuando algún seguidor, discípulo, buscador… de cualquier sabiduría, le indicaba dónde encontrarlo, se alejaba compungida diciéndose “no puede ser, el maestro que yo busco está muerto, pues si está vivo no es un verdadero maestro”.
Tras dar varias vueltas al globo acabó sus días encerrado en su vieja casona, releyendo una y otra vez, sin comprender, la rica biblioteca que había acumulado.
Como no pudo ser de otra manera, un atardecer, su corazón latía lentamente, muy lentamente. Se apagaba al ritmo de la vela que siempre le alumbraba sus lecturas. Sus ojos intentaban leer a duras penas, su vista se nublaba, pero consiguió, por fin, en voz baja, balbucear unas palabras escritas: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y se dijo: “si estás vivo, no eres, entonces, ningún maestro”.
En un instante, tras un ligero estallido, se vio frente a sí mismo: un cuerpo inerte con un libro sobre sus manos. Permanecía frío, como si esta situación no fuera con él.
–Estoy pensando, viendo, por lo tanto, estoy vivo –dijo en voz alta.
¡Claro! –una voz dulce escuchó tras él.
Sorprendido se volvió.
–¿Quién eres? –preguntó.
–Soy tu maestro.
–¡No puede ser, estás vivo! Además eres igual que yo, aunque unos años rejuvenecido y más esbelto.
–¿Por qué me buscabas entre los muertos, cuando siempre he ido a tu lado? Te miraba a través de los ojos de quienes te encontraste a lo largo de tu vida; tras la sonrisa de un niño; la pata tendida de un perro; la caricia de un gato; el canto de un pájaro… Nunca estuve en los libros, sino en el alma de quienes buscaban, como tú, y te tendieron sus manos… que siempre rechazabas.
–Soy tú, aunque aún no me reconoces, tu verdadero maestro. Ahora, tienes una nueva oportunidad, en este presente eterno, vuelve a “nacer”, fúndete con la materia más densa, dale tu calor, tu esencia, tu maestría y llévala a la más alta cumbre.
–¿Cómo podré hacer eso?
–Con amor. Se te olvidó practicarlo embebido como estabas entre tantos libros. Ve y practica.
Así, un “viejo” ser, volvió a este mundo en busca de su “verdadero” maestro… vivo: él.
Viajó por el mundo: India, China, Tíbet, Egipto, Perú, Grecia… y allá donde alguna cultura milenaria había dejado su legado.
Tenía una peculiaridad: siempre preguntaba por los “maestros”. Y cuando algún seguidor, discípulo, buscador… de cualquier sabiduría, le indicaba dónde encontrarlo, se alejaba compungida diciéndose “no puede ser, el maestro que yo busco está muerto, pues si está vivo no es un verdadero maestro”.
Tras dar varias vueltas al globo acabó sus días encerrado en su vieja casona, releyendo una y otra vez, sin comprender, la rica biblioteca que había acumulado.
Como no pudo ser de otra manera, un atardecer, su corazón latía lentamente, muy lentamente. Se apagaba al ritmo de la vela que siempre le alumbraba sus lecturas. Sus ojos intentaban leer a duras penas, su vista se nublaba, pero consiguió, por fin, en voz baja, balbucear unas palabras escritas: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y se dijo: “si estás vivo, no eres, entonces, ningún maestro”.
En un instante, tras un ligero estallido, se vio frente a sí mismo: un cuerpo inerte con un libro sobre sus manos. Permanecía frío, como si esta situación no fuera con él.
–Estoy pensando, viendo, por lo tanto, estoy vivo –dijo en voz alta.
¡Claro! –una voz dulce escuchó tras él.
Sorprendido se volvió.
–¿Quién eres? –preguntó.
–Soy tu maestro.
–¡No puede ser, estás vivo! Además eres igual que yo, aunque unos años rejuvenecido y más esbelto.
–¿Por qué me buscabas entre los muertos, cuando siempre he ido a tu lado? Te miraba a través de los ojos de quienes te encontraste a lo largo de tu vida; tras la sonrisa de un niño; la pata tendida de un perro; la caricia de un gato; el canto de un pájaro… Nunca estuve en los libros, sino en el alma de quienes buscaban, como tú, y te tendieron sus manos… que siempre rechazabas.
–Soy tú, aunque aún no me reconoces, tu verdadero maestro. Ahora, tienes una nueva oportunidad, en este presente eterno, vuelve a “nacer”, fúndete con la materia más densa, dale tu calor, tu esencia, tu maestría y llévala a la más alta cumbre.
–¿Cómo podré hacer eso?
–Con amor. Se te olvidó practicarlo embebido como estabas entre tantos libros. Ve y practica.
Así, un “viejo” ser, volvió a este mundo en busca de su “verdadero” maestro… vivo: él.
Ángel Hache
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